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Berlín, la ciudad callada

Es muy cierto que uno no percibe la sensación de agobio que podría experimentar en cualquiera de las grandes urbes europeas. El hecho de que Berlín no sea el centro económico del país (ciudades como Munich, Frankfurt o Hamburgo han asumido este papel) ha supuesto que la ciudad se establezca como capital administrativa y política, pero sobre todo como referencia cultural, espejo para toda Europa. Dicho estatus le ha permitido mantenerse al margen de la especulación que se origina allá donde existen grandes concentraciones de capital, por lo que Berlín es, todavía hoy, una ciudad muy segura que lucha además por mantenerse como un lugar asequible para el bolsillo del europeo medio. El precio de los alquileres, la cesta de la compra o un café (la cerveza es más barata que el agua), están muy por debajo de lugares como Londres, París o Madrid.

Ciudad extensa, llana. Ambiciosa para caminantes, ideal para el ciclista. Avenidas interminables franqueadas por el hormigón de unos edificios robustos, duros; construcciones que parecen haber nacido y crecido desde las profundidades frías y yermas de esta ciudad, dignas prolongaciones grises de un espacio que parece aspirar a absorberlo todo. Más de 40 kilómetros en los que confluyen, con éxito, exponentes vivos de las dos ideologías que dividieron al mundo el siglo pasado. Berlín es el desafío posmoderno a la confrontación histórica de dos visiones opuestas de organización social. Un espacio innovador capaz de asimilar experiencias tan distantes y generar, con ello, escenarios inéditos que dan cabida a nuevos hábitos urbanos.

Ricas en diversidad, las calles de Berlín huelen a kebab y a currywurst (típica salchicha alemana cubierta de ketchup y curry), pero sobre todo son espacios en los que se respira creatividad. La libertad que tanto brilló aquí por su ausencia es hoy la base sobre la que se sustenta todo el movimiento alternativo berlinés: la relevancia de las expresiones artísticas (desde las numerosas galerías de arte hasta las omnipresentes muestras de arte urbano) o el aprovechamiento de entornos obsoletos y su consecuente revalorización como recurso vivo y en constante movimiento, son claros ejemplos que certifican que Berlín ha aprendido de sus desgracias. Siendo el lugar desde el que se lideró el Tercer Reich, y siendo además la única ciudad en el mundo que se vio atravesada con un muro que dividió a familias durante décadas, se erige hoy, sabedora de su historia, como una ciudad libre, abierta y tolerante, hecha para el ciudadano del siglo XXI.

Cierto es que el derribo del muro y la consecuente unificación de las dos Alemanias es un factor definitorio de la personalidad de la actual capital germana. Diría incluso que es su leitmotiv. Así, el pretexto sobre el que se construye y readapta la ciudad no sólo supone un reto superado por la sociedad berlinesa, sino que revierte en un movimiento innovador y vanguardista que expone a Berlín hoy tal cual es, con un carácter muy definido. Aquí cohabitan fríos edificios de arquitectura soviética en áreas de amplias avenidas y robustas fachadas simétricas entre sí, con zonas más íntimas (como en los barrios de Mitte o Kreuzberg) en las que uno puede encontrarse portales abiertos al público cuyos interiores albergan espacios generados de manera espontanea, producto de la incipiente actividad cultural berlinesa: rincones con paredes saturadas de graffitis o salones que parecen estar en proceso de deterioro, lugares que pasarían desapercibidos en cualquier lado, cobran en Berlín vida propia y se reivindican como el alma máter de su rejuvenecimiento urbano. Es el vivo ejemplo de la creatividad puesta al servicio de la funcionalidad del espacio. Berlín ha conseguido, sin quererlo, la armonía desde el desorden.

La estética del transporte público, por ejemplo, no deja indiferente. Vagones de metro, tranvías, guaguas, todas con la misma forma cuadriculada y bañadas de un amarillo al que no se le ve un rasguño. Estaciones elevadas desde las que despegan líneas de metro que permiten contemplar Berlín desde arriba. Gruesas tuberias de agua a lo largo de toda la ciudad, pintadas de colores, que cruzan el tráfico por el aire siguiendo el curso de jardines o aceras y que evocan a entornos urbanos no conocidos hasta la fecha. Y es que, efectivamente, las sensaciones son tan ambiguas que uno no sabe si trasladarse 50 años atrás o hacia adelante. Obras monumentales -como su imponente Catedral o el peculiar ayuntamiento de ladrillo rojizo- contrastan con edificios modernos acristalados. Berlín es una mezcla de tradición y modernidad. Un ejemplo urbano de superación donde todo, en su diferencia, parece estar rigurosamente pensado, planificado con una alemana meticulosidad.

Al caer la noche, la luz tenue de las calles se encoge invadida por el espacio muerto de las vías, por la grandilocuencia de unas avenidas en las que parece que el espacio sobra. Los fluorescentes chirriantes de los pocos comercios que quedan abiertos se pierden en la oscuridad de unas calles en las que el silencio, a sus anchas, actúa sordo, inhibiendo cualquier alteración eventual que aspire a perturbar un ambiente que, definitivamente, termina por envolverte.